Fernando Alonso hasta en el híper
Por ANTONIO BURGOS
EL habla castiza de algunos veteranos y expertos taxistas de Madrid sobrados de retranca es un homenaje al teatro de Carlos Arniches. Su repertorio quedará ahora más enriquecido y cercano. Recuerdo una mañana que el taxista que me había tomado en Atocha iba Castellana arriba y, en un semáforo, el coche rojo y deportivo que estaba al lado arrancó a mil por hora, estruendo de escape y chirrido de neumáticos sobre el asfalto, como una exhalación. Y en el continuo homenaje a Arniches, el taxista exclamó:
-¿No te jode el Fittipaldi?
Los españoles nos habíamos quedado en Fittipaldi, porque no conseguimos pronunciar Schumacher en esa fonética alemana cuyos nombres chorrean consonantes sin vocales. Por eso ha venido Fernando Alonso: para que, como los taxistas arnichescos, todos los conductores lo tengamos fácil cuando un cafre nos adelante por la derecha a 180 por hora:
-¿No te jode el Fernando Alonso?
El Jarama sonaba a batallita de la guerra y el circuito de Pacheco en Jerez era como meter en boxes al Tío Pepe y al toro de Osborne. No acabábamos de cogerle la medida española a la Fórmula 1, hasta que ha llegado Fernando Alonso. Parece escapado del guión del «Cuéntame», con el padre pasando fatigas para ayudar la afición del niño y construyéndole un kart con el motor de una vieja Guzzi y cuatro ruedas viejas. La furgoneta de los Alonso camino de los circuitos de kart es como el salón de los Alcántara sobre ruedas. La reescritura de «Currito de la Cruz» con cuatro cilindros. Los niños andaluces de la postguerra querían ser toreros para sacar a su familia de las penurias y los niños asturianos de la transición querían ser pilotos de Fórmula 1 para sacar al padre del empleíto en la fábrica de explosivos. A la historia le ha faltado un Lapierre y un Collins. Seguro que Fernando Alonso, durmiendo en la furgona camino de Mora de Ebro (su primera victoria tuvo geografía de guerra civil, su batalla del Ebro particular) le dijo a su padre:
-Papá, o soy Fittipaldi un día, o llevarás luto por mí por gestionar sin limpieza una chicane...
Fernando Alonso, modernidad y progreso, nos saca por fin de la estética subdesarrollada de los deportes de la canción del Cola Cao y nos mete en el mundo triunfal de los niños de la LOGSE, que son la leche, la lecha Pascual. Ya no es el ciclista el que se hace amo de la pista ni el boxeador el que golpea que es un primor. Sino que, ¡toma ya, Ferrari!, es Fernando Alonso el que les gana a los Raikonnen y a los MacLaren, a todos esos nombres tan raros. La Fórmula 1 nos parecía de países ricos, anglosajones, protestantes y de patatas cocidas. Lo nuestro, a efectos de glorias deportivas imperiales, era el ciclismo, más propio de países medianitos, latinos, católicos y de patatas fritas. Eran deportes baratitos. Cuando Santana ganó, España se llenó de niños con una raqueta de plástico. Nosotros, antes, habíamos convertido la bicicleta de aprobar bachillerato en el alado pegaso en que Bahamontes, águila de Toledo, conquistaba los Pirineos. Con Ángel Nieto los Reyes vinieron cargados de motitos de mentirijillas. Ahora nos espera la alonsomanía hasta en el lenguaje. El taxista arnichesco de Madrid lo tomará como símbolo para insultar al chuleta del deportivo rojo en el semáforo. España entera ha roto a hablar como Flavio Briatore:
-Pepe, no apures la frenada...
-María, es que traía mal la trazada...
Los estoy viendo en la cola del híper. Todos en boxes con nuestro llenísimo carrito, naturalmente que de Fórmula 1, y esa María que dice:
-Pepe, corre, que parece que van a abrir aquella otra caja. A ver si allí puedes coger la pole position...
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